Los siete ahorcados



Los siete ahorcados
Leónidas Andreiev
Pepsa/ Excélsior Editores.



Es infame conocer la hora y fecha exacta de nuestra muerte. Si cada uno la conociéramos, por principio, nos sería imposible poder disfrutar de la vida.


Novela decimonónica de uno de los dramaturgos rusos de la misma generación de los tres más grandes escritores rusos de dicha época: Fedor Dostoyesky, Leon Tolstoi y Anton Chejov. Siendo precisamente esta condición, la que lo convertiría en el prototipo del poeta romántico: nostálgico y allegado a las ideas suicidas, paria de su lengua y de su patria.

Leónidas Andreiev nació en Moscú en 1871 y murió en Finlandia en 1920, decepcionado de la revolución acaecida en su país y en absoluta pobreza. Su vida parece formar parte de alguna de las trágicas historias que escribió. A tal estado de miseria llegó Andreiev que, a los veintitrés años consideró preferible la muerte e intentó suicidarse disparándose un balazo en el pecho. Se salvó de milagro, gracias a una rápida intervención quirúrgica, pero al ser dado de alta se encontró en la misma desesperada situación. Tuvo que abandonar los estudios y nadie sabe cuál hubiera sido su final de no haber logrado que algunos periódicos publicaran sus primeras novelas cortas, que fueron recibidas con grandes elogios. Los siete ahorcados— sin lugar a dudas su novela más popular— nos narra la conducta desesperada de siete condenados en los últimos momentos de sus vidas.


Cinco de ellos (tres jóvenes y dos muchachas) son castigados por intentar matar al ministro. Otro por el hecho de haber apuñalado a su antiguo patrón, enfrente de su esposa, al querer robar unas cuantas monedas de la caja fuerte. Y otro más es simplemente un ladroncillo de poca monta, que se ha entregado por completo a la mal vivencia y a la vagancia. La anécdota es muy simple: todos ellos son condenados a la pena capital. Mientras esperan a que el verdugo llegue para conducirlos al patíbulo, cada uno de ellos hace un recuento breve de su propia vida y comienza a valorar lo invaluable, que es poder estar vivo y con libertad para hacer un sin fin de cosas.
El tratamiento del lenguaje es un punto a favor de esta nouvelle, que uno se lee en un transcurso cotidiano en la ciudad más grande del mundo.

Es una lástima que en este tiempo, tan lleno de Dan Browns, Joan Broadys y Danielle Steeles: no tengamos en los estantes de cualquier librería joyitas como ésta, que nos hacen reflexionan sobre la condición humana, ante el misterio más grande: ¿qué haríamos si supiéramos con exactitud el día y la hora de nuestra muerte? Seguramente no podríamos gozar la mitad de lo que hacemos de la agridulce existencia. Porque hay que reconocerlo, es la muerte — en muchísimos casos— el único acto que da significación a una vida gris.

Para Andreiev, el haber nacido en la época de los tres grandes escritores rusos de todos los tiempos, y en la eclosión revolucionaria, con la que jamás comulgó, fueron dos de los hechos que lo marcaron negativamente para el resto de su, de por sí, corta vida. Era un escritor tan solitario y retraído en sus demonios internos, que jamás pensó que una novela suya pudiera impactar a alguien — y mucho menos si ese alguien vive en México— a 85 años de su muerte. Es una verdadera lástima que nuestra tradición no tenga un contacto directo con la tradición rusa, que ha marcado a un sin número de excelentes escritores, entre ellos se me viene a la mente simplemente el del premio Nobel de Literatura del año antepasado: el escritor sudafricano, J. M. Coetzee.

Pienso que su amor exacerbado por la muerte y esas historias trágicas que lo obsesionaban, pueden explicarse muy bien con una frase de mi querido amigo Quique Escalona: “de haber sabido: ¡mejor no nazco!”

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