La poesia y la prosa de Gabriela Mistral.

Antología de poesía y prosa de Gabriela Mistral.
Jaime Quezada, compilador y prólogo.
Fondo de Cultura Económica.
1997.

He de confesar que yo nunca había leído nada de esta magnífica poeta Chilena que tanta filiación literaria, geográfica y sentimental que tuvo con México. Y por lo mismo, este libro me pareció una maravillosa revelación de una voz evocadora no sólo de Chile, sino de la América Latina toda. Una voz en eterna búsqueda por hallarse a sí misma, para después destruirse y volver a recomenzar.

En esta ocasión no quise poner poemas de la primera mujer latinoamericana que ganará un Premio Nobel de Literatura, sino más dos pequeñas prosas suyas que ilustran de manera cabal su forma de ver la vida que para ella siempre fue literaria. Espero que a los lectores de esta entrada les evoque esa pasión por vivir y escribir, que sólo los grandes artistas no saben diferenciar.

Como escribo.

Yo escribo sobre mis rodillas y la mesa escritorio nunca me sirvió de nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa.

Escribo de mañana o de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la razón de su esterilidad o de su mala gana para mí.

Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado ni en cuarto cuya ventana diese un horrible muro de casa; siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me da borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.

Mientras fui criatura estable de mi raza y mi país, escribí lo que veía o tenía muy inmediato, sobre la carne caliente del asunto. Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas. La tierra de América y la gente mía, viva o muerta, se me han vuelto un cortejo melancólico pero muy fiel, que más que envolverme, me forra y me oprime y rara vez me deja ver el paisaje y la gente extranjeros. Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera. Me irrita, en todo caso, pararme, y tengo siempre al lado, cuatro o seis lápices con punta porque soy bastante perezosa, y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho, excepto los versos.

En el tiempo en que yo me pelaba con la lengua, exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.

Ahora ya no me peleo con las palabras sino con otro cosa. He cobrado el disgusto y el desapego de mis poesías cuyo tono no es el mío por ser demasiado enfático. No me excuso sino aquellos poemas donde reconozco mi lengua hablada, eso que llamaba Don Miguel el vasco, la “lengua conversacional”.

Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aun así se me quedan bárbaros. Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin dentadura posible, queda en lo que hago, sea verso o prosa.

Escribir me suele alegrar; siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.

Me gusta escribir en cuarto pulcro, aunque soy persona harto desordenada. El orden parece regalarme espacio, y este apetito de espacio lo tienen mi vista o mi alma.

En algunas ocasiones he escrito siguiendo un ritmo recogido en caño que iba por la calle lado a lado conmigo, o siguiendo los ruidos de la naturaleza, que ellos se me funden en una especie de canción de cuna.

Por otra parte, tengo aún la poesía anecdótica que tanto desprecian los poetas mozos.

La poesía me conforta los sentidos y eso que llaman el alma; pero la ajena mucho más que la mía. Ambas me hacen correr mejor la sangre; me defienden la infantilidad del carácter, me aniñan y me dan una especie de asepsia respecto al mundo.

La poesía es en mí, sencillamente, un regazo, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta no sé de qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítmica a la cual bajó el género humano y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser le lengua del género humano.

Es todo cuanto sé decir de mí y no me pongáis vosotros a averiguar más.


Pasión de leer.

La faena en favor del libro que corresponde cumplir a maestros y padres es la de despertar la apetencia del libro, pasar de allí al placer del mismo y rematar la empresa dejando un simple agrado promovido a pasión. Lo que no se hace pasión en la adolescencia se desmorona hacia la madurez relajada.

Volver la lectura cotidianidad, o según dice Alfonso Reyes, "cosa imposible de olvidar, como lavarse las manos". Dejar atrás el hábito de padres o abuelos que contaban los libros que habían leído por las catástrofes nacionales o los duelos de la familia. Hacer leer, como se come, todos los días, hasta que la lectura sea, como el mirar, un ejercicio natural, pero gozoso siempre. El hábito no se adquiere si él no promete y cumple placer.

La primera lectura de los niños, sea aquella que se aproxima lo más posible al relato oral, del que viene saliendo, es decir, a los cuentos de viejas y los sucedidos locales. Folklore, mucho folklore, todo el que se pueda, que será el que se quiera. Se trata del momento en que el niño pasa de las rodillas mujeriles al seco banco escolar, y cualquier alimento que se le allegue debe llevar color y olor de aquellas leches de anteayer. Estas leches folklóricas son esmirradas en varias razas: en la española conservan una abundancia y un ímpetu de aluvión. No es cosa de que los maestros las busquen penosamente: hechas cuento o romance, corren de aldea a ciudad por el lomo peninsular; llegan a parecer el suelo y el aire españoles, y no hay más afán de cogerlas, como las codornices en la lluvia de Moisés, estirando la mano y metiendo en saco las mejores: casi no hay mejores y peores; posee el folklore español una admirable parejura de calidad en que regodearse.

Yerran los maestros que, celando mucho la calidad de la lectura, la matan al imponer lo óptimo a tirones y antes de tiempo.

[...]

Pasión de leer, linda calentura que casi alcanza a la del amor, a la de la amistad, a la de los campeonatos. Que los ojos se vayan al papel impreso como el perro a su amo; que el libro, al igual de una cara, llame en la vitrina y haga volverse y plantarse delante en hechizo real; que se haga leer un ímpetu casi carnal; que se sienta el amor propio de haber leído libros mayores de siempre y el bueno de ayer; que la noble industria del libro exista para nosotros por el gasto que hacemos en ella, como existen los tejidos y alimentos, y que el escritor se vuelva criatura presente en la vida de todos, a lo menos tanto como el político o industrial.

Entonces y no antes la lectura estará en su punto, como el almíbar; ni pedirá más, que fuese manía; ni aceptaría menos, que sería flojedad.

Pasión de leer, seguro contra la soledad muerta de los huertos de vida interna, o sea de las más. Sirviese la lectura solamente para colmar este hondón del fastidio, y ya habría cumplido su encargo.

Pasión preciosa e fojear el mundo por mano más hábil que la propia; pasión de recorrer lo no recorrido en sentimiento o acción; arribo de posadas donde dormir soñando unos sueños, sino mejores, diferentes del propio. Y pasión del idioma, hablado por uno más donoso, o más ágil, o más rico que nosotros. Se quiere como la entraña a la lengua, y no se sabe sino leyendo en escritura feliz un logro del prójimo, que nos da más placer que la nuestra, que nos llega a producir una alegría pasada a corporal, a fuerza de ser tan viva.

El cine está habituando a los muchachos a un tipo de hazaña más rápida, más vertical. Bueno será que los novelistas morosos se den cuenta de este ritmo de la generación lectora que viene. El mismo cine les está retrotrayendo a la imaginación pura, tirada y reída por nuestros padres, que fueron educados en la calva Razón.
Ahora comienza, y también por el cine vilipendiado, el amor de la lectura manca de ciencias naturales. Es cuestión de aprovechar el suceso y sacarle el beneficio posible. Obreros he visto leyendo en una sala una Historia del Cielo, bien ilustrada, y sé que es corriente su gusto de la aventura animal, en vidas de abejas, de elefantes y de bichos estupendos.

[...]

Los programas de lectura escolar u obrera no deben dejar de mano la poesía, o se quedarán en muy plebeyos. La poesía grande de cualquier escuela o tiempo. Si lo es, tendrá garra como la bestia prócer o echará red en nosotros a la barca de pesca.

Menos que la poesía debemos desdeñar de tontos desdenes la lectura religiosa. Escrituras sacras, todas, una por una, y nuestra Biblia la primera, valen por el más ancho poema épico, en resuello heroico y en forzadura cenital o sacrificio. Contienen además ellas una fragua tal de fuego absoluto, que sale de allí, cuando se las maneja a las buenas, un metal humano duro de romperse el en tajín de vivir muchas veces apto para rehacer las vidas del mundo, cuando ellas crujen de averiadas. Los libros que hicieron tal faena, sin etiqueta de criatura religiosa, llevaban por el revés la vieja marca de la mística despedida y que regresa siempre.

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